miércoles, 27 de agosto de 2014

La Caja de la Perversidad III parte 4

He aquí la parte cuarto del capítulo tres de La Caja de la Perversidad....

Recordando: Ocho años atrás Sebastián terminó su relación con Macarena. Nos falta poco para llegar al día 14 de febrero, en el cual fue atacado por una vieja y casi muere al atropellarlo un caminón. Bueno, en fin, es una historia enmarañada llena de misterios, se debe leer desde el principio para atar cabos. Un saludo y gracias por leer. Un abrazo.

Capítulo III parte 4

Despertó a las dos de la tarde. No fue su celular la causa, fue el fuerte golpe en su puerta.
—¡¡Sebastián!! ¡¿Qué te sucede?! ¡¡Acaso piensas quedarte de haragán todo el día!! —escuchó la voz de su padre desde el otro lado de la puerta.
—¿Qué hora es? —preguntó Sebastián mientras abría los ojos.
—¡¡Son las dos de la tarde!! Tu madre está preocupada Sebastián, haz el favor de vestirte y bajar a comer.

Poco le importaron las órdenes de su padre. De forma instintiva vio hacia su teléfono móvil. Desplegó la pantalla hacia arriba. Ninguna llamada perdida. Era un imbécil. ¿En qué cabeza cabe que ella le llamaría, después de ser él el causante de la ruptura de su relación? No lo dudó dos segundos en esta ocasión, le llamó. Después de cinco tonos y la respuesta del correo de voz, volvió a intentarlo seis veces más, en ninguna obtuvo éxito.

Todo este tiempo había frenado sus instintos por llamarla, protegiéndose bajo la creencia que ella le contestaría cuando lo hiciese. Un temor invadió su ser. La ola de sensaciones negativas en su cerebro eran inaguantables. No quedaría de brazos cruzados: la buscaría.

Desesperado se colocó de pie, con unos tenis blancos cubrió sus pies. Su vestimenta, que reflejaba su estado interno, era un desastre entero. Guardó su teléfono móvil en el bolsillo derecho de su pantalón, se colocó sus gafas. Sin peinarse o cepillarse, como si de un vago se tratase, salió de su habitación.

Su padre le esperaba en el pasillo, entrecruzado los brazos y la ceja derecha arqueada, de más decir, lo molesto que con el joven se hallaba. Sebastián, sin siquiera verle, pasó de largo.
—¡¡Jovencito!! ¡¿Qué te crees?! ¡¿Qué demonios te sucede?!

La educación es una cualidad fácil de aprender, la represión infantil que determina las parámetros de las buenas conductas son tan necesarias como obligatorias; sin embargo, existen ocasiones en las que no se puede respetarlas, más cuando el instinto llama. Poco le importaba su padre o su madre, la ansiedad le asfixiaba.

Salió de su casa. Subió a su automóvil estacionado cerca de la entrada de su hogar. En una milésima de segundo encendió el vehículo, dio una vuelta de 90 grados y desapareció a toda velocidad. Ximena salió de la casa, su rostro pálido y con lágrimas corriendo sobre sus mejillas denotaban angustia.
—¡Sebastián! ¡¡Sebastián!!

Mientras manejaba, Sebastián lloraba. Pasaba algún alto sin precaución, bocinaba a cualquiera y maltrataba en voz alta. Quería volar, que su vehículo en un avión se transformara. Exponía su vida al peligro, pero sentía morir si no lo hacía.

Arribó a una calle estrecha. Estacionó su vehículo frente una casa pequeña color salmón. Al lado contrario, un edificio menta, construido con cemento, de siete niveles y varios ventanales; delataba su calidad de propiedad horizontal. Apartamentos. Sebastián clavó sus ojos, de rojas escleróticas, sobre la construcción que debía albergar a varias personas con y sin relación sanguínea.

Giró su rostro. Observó la guantera en negra tonalidad. La abrió con su mano derecha de un golpe. Papeles, cigarrillos y un encendedor eran su contenido. Sus manos blancas temblaban. Tomó un cigarro, prendiéndole con el mechero poco después de introducirle en su boca.

Dejó el encendedor en el asiento del copiloto, extrajo de su bolsillo derecho el celular, colocándolo en el mismo sitio que el mechero. Volvió su mirada hacia el edificio. No se movió más que para degustar su cigarrillo. El sabor de tabaco, la primera vez que le sintió, le repugnó y dolor de cabeza le ocasionó; sin embargo ahora no tan solo le disfrutaba, también de tranquilidad le provenía.

Terminó el cigarro, ensuciando el tablero como si de un cenicero se tratase. Lo material le importaba poco, inclusive escasas personas le comprendiesen. Hay cosas de cosas, pero igual, son cosas. Tomó de nuevo se teléfono móvil, deslizó la pantalla, oprimió la tecla verde para llamar al último número marcado; el de Macarena. No obtuvo respuesta. Esperó dos horas en el interior del vehículo, en intervalos dispares volvía a tratar comunicarse.

Una nube negra que sobre el cielo transitaba estalló justo en el sitio donde Sebastián se hallaba. La fuete lluvia como una precipitación de olas cayó sobre la tierra y todo lo que le disfrazaba. El joven de rubia cabellera apretó los dientes, con una mueca demostró el disgusto que el cambio de clima le ocasionaba. Llamó diez veces más a Macarena.

La desesperación es la ilusión de un oasis en medio del desierto sin la posibilidad de alcanzarle; falta de agua, carencia de aire. Lanzó su celular al sillón del copiloto. La lluvia era fuerte, el granizo le engalanaba. Pero para él dejó de existir. Salió de su vehículo. Su cuerpo y ropas se mojaban de prisa. Cruzó la calle sin observar hacia los lados. Se detuvo frente la puerta café del edificio de menta.

La perilla iba ser girada por su mano derecha, pero alguien más lo hizo por él. Un joven con sobrepeso, negros cabellos, tez pecosa, pantalón de lona azul y playera con la palabra kisu; salió del edificio. Chocaron sin intención, pero al observarse, ambos sus cejas arquearon, párpados elevaron y bocas entreabrieron.
—¡Sebastián! —exclamó el joven de cabellos negros.
—Arnoldo —pronunció Sebastián el nombre del joven; se conocían.
—¿Qué haces aquí? —Arnoldo se protegía de la lluvia al hallarse en el marco de la puerta, una sombrilla roja en su mano derecha figuraba—. Qué planta la que te traes…
—Arnoldo, necesito ver a Macarena —dijo Sebastián sin prestarle atención a las palabras del joven pecoso.
—¿Me estás bromeando? —Arnoldo dio un paso atrás debido a la sorpresa que la afirmación de Sebastián le provocaba.
—Soy un idiota… un bastardo idiota de lo peor, escoria repulsiva sin ninguna finalidad en esta vida; solo un error más, uno feo —el desprecio hacia sí mismo era claro y certero.
—Te vas a enfermar Sebastián, no me importa mucho tu salud, pero no puedo obviar que fuimos amigos; si quieres platicar, vamos mejor por un café —propuso Arnoldo—. Además tus palabras me saben a trastorno depresivo o bipolar.
—Sí, este… No quiero extenderme mucho, ¿te parece si vamos a mi carro y conversamos en el interior? —Sebastián modificó la sugerencia, su mirada lucía triste, su piel blanca pálida.
—Como sea conocido, pero deja de luchar por verte más en la mierda.

Arnoldo, extendió el paraguas, intentó proponerle al joven rubio que se cubriera junto a él, pero el muchacho no le prestó atención en lo absoluto. Los jóvenes caminaron hacia el automóvil.  Abrió Sebastián sin problema el lado del piloto, llave no había colocado. El muchacho pecoso, sin dejar de cubrirse de la lluvia, se interno en el vehículo, al lado contrario del joven rubio, replegando la sombrilla antes de cerrar la puerta del copiloto.

Sebastián temblaba, estaba empapado. Arnoldo observaba al muchacho con desconcierto; sus ojos se empequeñecían cada vez más, alejaba su cuerpo como si el joven de iris verdes tuviese una enfermedad infecciosa y contagiosa por la más mínima cercanía, su ceño se hallaba fruncido.
—¿Qué carajos haces aquí Sebastián? —preguntó Arnoldo sin modificar su mirada y expresión de extrañeza—. ¿Qué te sucede? Luces como un espanto.
—Soy un idiota —Sebastián detonó en llanto, como frecuentaba en esos días—, soy un verdadero idiota.
—Sin duda…
—Me encuentro desesperado, como un loco en el peor de sus estados.
—Se nota…
—Necesito ver a Macarena, tienes que ayudarme por favor —calmó Sebastián sus inestables instintos, para dirigir una mirada seria hacia Arnoldo—. No la he visto desde el viernes, creí que asistiría a la universidad el lunes, pero…
—¿En serio? —preguntó Arnoldo con ironía—. ¿Qué esperabas?
—Sí, sé que soy un maldito imbécil, merezco que los demonios se coman mis órganos —Sebastián con expresión afligida observó hacia el timón.
—Lentamente…
—Lentamente, una tortura por la eternidad; pero este dolor no lo puedo aguantar más —afirmó Sebastián con fuerza—. No verla, no saber nada de ella; necesito de ti, de tu ayuda.
—No lo sé, amigo, diré, conocido.
—¿Cómo está Macarena? —preguntó Sebastián, volvió su mirada a Arnoldo—. ¿Se encuentra bien?
—La última vez que la vi fue el sábado. Lucía muy mal, no solo desconsolada, desesperanzada, también con mucha rabia; fue lo que más me preocupó, esa ira temible.
—¿Desconsolada? ¿desesperanzada? ¿rabia? ¿ira temible? Me termina de destrozar pensar que ella sufre de todas esas dañinas sensaciones ­—Sebastián se sintió aun peor, para nada Arnoldo le ayudaba.
—Sí, ¿qué esperabas? ¿canticos navideños?
—Necesito hablarle Arnoldo, he cometido muchos errores, quiero aclararlos, confesarle todo, pero, más que nada, decirle cuánto la amo —después de pronunciar aquellas palabras, Sebastián vio hacia el edificio de apartamentos.
—Como te digo, ni yo mismo la he visto —afirmó Arnoldo, Sebastián observó al pecoso joven—. Cualquiera te daría un golpe, pero al oírte y verte como la mierda, se te cree, das lastima. Creo sería más conveniente que yo le hablase primero y concretara una cita entre ustedes, ¿te parece?
—Prefiero entrar y buscarla… la ansiedad es una droga asquerosa e indetenible.
—No, créeme, no sería buena idea que entrases y la buscases, confía en mí; entiendo tu situación, pero debes procurar mantener un poco de cordura.
—No responde mis llamadas, solo deseo saber de ella y explicarle las cosas… —dijo Sebastián, suspiró—. Está bien Arnoldo, que así sea, confiaré en ti.
—Yo te llamo mañana sin falta, tranquilízate un poco; a ningún ex le gusta ver en la miseria a su ex.
—Sí, me es difícil disfrazarme, pero gracias, eso haré.

Se despidieron con un apretón de manos. Arnoldo no era cómplice de Sebastián, sin embargo, su ayuda le ofreció. El joven regresó a su casa. No trataría más comunicarse con Macarena; confiaría en el muchacho pecoso. Sus padres optaron por ignorarle, poco antes, un programa de televisión dedicado al amarillismo familiar, les había recomendado que obviar a un adolescente en problemas era la mejor solución a un comportamiento errático; claro, en este caso, eran un joven.

Quería que las horas pasaran de una forma tan veloz que no fuesen perceptibles, los minutos no existiesen, los segundos desaparecieren. No era posible. Si fuese así, se viviera tan solo unos años, en los agradables y dulces momentos que la realidad nos regala. Dormiría, su cuerpo descansará, la mitad de su ser procuraba mantenerse positivo, con la idea de volver a contemplar el rostro de la mujer amada.


Aquella noche soñó con Macarena, vestida de blanco, en un campo verde con hermosos girasoles, con un sol tibio y resplandeciente sobre sus cuerpos, le sonreía. El gesto de ella reflejaba tanto amor como ternura que se sentía perdonado. Deseaba alcanzarla, pero al intentarlo ella se alejaba más. Como un imposible de conseguir, como llegar volando a las nubes en el cielo. Él no se detendría. Jamás. Siempre se esforzaría por abrazarla una vez más. El rostro de la joven de tez morena empezó a desvanecerse, se empañaba, poco distinguible se convertía. La llamaba, pero ella cada segundo se desvanecía más, hasta dejar solo su vestido sobre la grama esmeralda.

2 comentarios:

  1. :) otro cap!! que bien!
    PD: pasa a recoger un premio en mi blog : http://eldiariodemeg.blogspot.com/2014/09/premio-one-lovely-blog.html

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